Platón murió hace más de veintitrés siglos. Para nosotros, hundidos como estamos en los complicados y confusos problemas de nuestra civilización técnica, problemas cuya extraña y constante novedad no cesa de exaltarnos y abrumarnos, ¿qué interés tiene interrogar a un pensador tan lejano, tan evidentemente anticuado? ¿De qué nus habla todavía, qué puede decirnos, cómo vamos a entenderle y qué retendremos de su discurso? ¿No es la distancia entre él y nosotros demasiado grande como para que aún pueda transmitimos un mensaje que nos diga algo vívido, significativo? Las diferencias en la manera de vivir y en las preocupaciones básicas, ¿no son acaso tan grandes que, en el fondo, cualquier intento de comunicación esté de antemano condenado al fracaso? Abandonar a Platón a la divinidad de los grandes pensadores trasnochados, saludarle, eso sí, como lo exige la buena educación cultural, inscribirle en el Panteón de los dioses a los que sólo se tributan ya libaciones formales, reconocer a los eruditos —a quienes se tratará con el limitado respeto que se les debe— el derecho a plantear «problemas platónicos» lo mismo que otros proponen problemas de ajedrez o de bridge..., ¿no es ésta la actitud sabia y eficaz que la situación contemporánea recomienda al pensamiento?
Formulemos la cuestión con más nitidez aún: ¿no es por un molesto hábito cultural y el peso de una tradición ilegítima por lo que todavía hoy hacemos referencia a un escritor que, viviendo como vivió en un ambiente totalmente distinto del nuestro, tan sólo pudo interrogarse sobre hechos y datos que no tienen con los de la actualidad más relaciones que las de una lejana analogía?
Platón murió hace más de veintitrés siglos. Para nosotros, hundidos como estamos en los complicados y confusos problemas de nuestra civilización técnica, problemas cuya extraña y constante novedad no cesa de exaltarnos y abrumarnos, ¿qué interés tiene interrogar a un pensador tan lejano, tan evidentemente anticuado? ¿De qué nus habla todavía, qué puede decirnos, cómo vamos a entenderle y qué retendremos de su discurso? ¿No es la distancia entre él y nosotros demasiado grande como para que aún pueda transmitimos un mensaje que nos diga algo vívido, significativo? Las diferencias en la manera de vivir y en las preocupaciones básicas, ¿no son acaso tan grandes que, en el fondo, cualquier intento de comunicación esté de antemano condenado al fracaso? Abandonar a Platón a la divinidad de los grandes pensadores trasnochados, saludarle, eso sí, como lo exige la buena educación cultural, inscribirle en el Panteón de los dioses a los que sólo se tributan ya libaciones formales, reconocer a los eruditos —a quienes se tratará con el limitado respeto que se les debe— el derecho a plantear «problemas platónicos» lo mismo que otros proponen problemas de ajedrez o de bridge..., ¿no es ésta la actitud sabia y eficaz que la situación contemporánea recomienda al pensamiento?
Formulemos la cuestión con más nitidez aún: ¿no es por un molesto hábito cultural y el peso de una tradición ilegítima por lo que todavía hoy hacemos referencia a un escritor que, viviendo como vivió en un ambiente totalmente distinto del nuestro, tan sólo pudo interrogarse sobre hechos y datos que no tienen con los de la actualidad más relaciones que las de una lejana analogía?