Nosotros, los que vivimos la fe cristiana, y, en la medida en que su carácter mistérico nos lo permite quisiéramos también comprenderla, nos encontramos bajo juicio. Bajo y no en absoluto por encima, en el sentido de que supiésemos de antemano su resultado y pudiésemos, a partir de este saber, seguir especulando sobre el mismo. El apóstol, que no se sabe consciente de ninguna culpa, no se siente, por ello, justificado: «Mi juez es el Señor» (1 Co 4, 4). Pero esto no quiere decir que nos encontremos ante ese juicio descorazonados y sin saber qué hacer, sino que tenemos confianza (parrhesia) y esperanza, como el mismo apóstol nos dice con firmeza, pues nuestro Juez es aquel que —según nos dice el dogma lleva sobre sí nuestros pecados. ¿Estamos, pues, ciertos de nuestra salvación? Ciertamente, no, pues ¿qué hombre sabe si ha correspondido en su existencia al infinito amor que Dios quiso darle? ¿No tendríamos, más bien, que afirmar lo contrario, si hemos de ser sinceros y no caer en el fariseísmo? ¿Hemos dejado, en nuestro intento de responder a la gracia, que Dios actúe sobre nosotros según su benevolencia, o más bien hemos pensado que lo sabíamos todo mejor que Dios y que hemos actuado a nuestro antojo?
Nosotros, los que vivimos la fe cristiana, y, en la medida en que su carácter mistérico nos lo permite quisiéramos también comprenderla, nos encontramos bajo juicio. Bajo y no en absoluto por encima, en el sentido de que supiésemos de antemano su resultado y pudiésemos, a partir de este saber, seguir especulando sobre el mismo. El apóstol, que no se sabe consciente de ninguna culpa, no se siente, por ello, justificado: «Mi juez es el Señor» (1 Co 4, 4). Pero esto no quiere decir que nos encontremos ante ese juicio descorazonados y sin saber qué hacer, sino que tenemos confianza (parrhesia) y esperanza, como el mismo apóstol nos dice con firmeza, pues nuestro Juez es aquel que —según nos dice el dogma lleva sobre sí nuestros pecados. ¿Estamos, pues, ciertos de nuestra salvación? Ciertamente, no, pues ¿qué hombre sabe si ha correspondido en su existencia al infinito amor que Dios quiso darle? ¿No tendríamos, más bien, que afirmar lo contrario, si hemos de ser sinceros y no caer en el fariseísmo? ¿Hemos dejado, en nuestro intento de responder a la gracia, que Dios actúe sobre nosotros según su benevolencia, o más bien hemos pensado que lo sabíamos todo mejor que Dios y que hemos actuado a nuestro antojo?